lunes, 5 de julio de 2010

Tamalanda

Tamalanda
Con el loable objetivo de favorecer el turismo y sacar de la irreversible anemia a las arcas comunales, el intendente de Tamalanda exprimió su imaginación en busca de productivas ideas. Pujante y armoniosa, su ciudad, vasta y urbanizada, por desgracia carecía de aquellas atracciones que imantan a los disfrutadores de los fines de semana largo y los desprendidos que gastan el aguinaldo íntegro en las vacaciones de enero. Ni ruinas destacadas, ni catedrales pomposas, ni museos con una apreciable pinacoteca. Pareja a la nulidad de la cultura, también era mezquina con Tamalanda la naturaleza. Ni playas, ni montañas, ni siquiera una cascada más digna que el desagote pluvial de la curtiembre de los Herrera. Tenía, sí, sus campos verdes, con naranjos para enciclopedia y un río que estrechaba su cauce, hasta volverse insignificante, justo al acercarse a la urbe a la que me estoy refiriendo.
Una verdadera pena. Para el intendente y sus vecinos, porque no tendría otra opción que elevar un ciento o doscientos por ciento las tasas para asumir los compromisos tomados para el siguiente quinquenio. Pero meditando frente al televisor y tras tomar el pulso al mal gusto posmoderno, sin gritar eureka para no despertar a su mujer, coligió atónito la fórmula del éxito. Eso era: había que convertir a Tamalanda en un reducto freak, mejor aún: en la Meca nacional de lo freak. Tras saltear las obvias trabas que plantearían los del Concejo, despachó asesores a las puertas de los canales de televisión capitalinos, con instrucciones de capturar a cuanto bicho raro, excéntrico y funesto saliera de exhibirse en cualquiera de las audiciones nocturnas que explotan el género. Tarea ardua para los comisionados que, discutiendo tarifas y anunciando el estrellato, terminaban ebrios y de madrugada, después de sellar tantos acuerdos. Contratos jugosos; no como el de Cristiano Ronaldo, pero una mujer barbuda o un taxista casado con dos gemelas, no abraza las pretensiones de una estrella futbolera.
Y así, naturalmente, uno tras otro, los ilustres freaks fueron desembarcando –en realidad llegaban en colectivos o en coches particulares- en la tierra prometida, Tamalanda, que comenzaba a forjar su sueño con hedores de delirio. En pocas semanas, la fisonomía pasiva y pueblerina de las calles había trocado su esencia por otra más circense y a todas luces espeluznantes. Un profeta de sobretodo y visera salmodiaba en una esquina la inminente venida del redentor de los pelados mientras, en la plaza central, junto a los juegos para niños, una gorda descomunal repetía dieciocho streapteses por día. Un sexteto de transformistas sexagenarios se instaló en el buffet del club discutiendo, con igual probidad, sobre el arte de la yerra o el taoísmo, según la hora y el alcohol ingerido. Una enana operada del busto, al punto de parecer ocultar dos ollas soperas bajo el escote del vestido, cantaba cumbias a capella en el atrio de la iglesia. Y un joven con trasplante de rostro recién practicado en una clínica sueca, asustaba a los párvulos a la salida de la escuela.
Estos fueron los de la primera camada. Después, ni yo-narrador me aventuré a volver a Tamalanda. Dicen que los vecinos calificados también emigraron cuando se produjo la invasión de patéticos imitadores de cantantes, acróbatas del baile moderno y un ventrílocuo sin muñeco cuya cúspide artística consistía en imitar el sonido de las flatulencias. ¿Y los turistas? Pocos, escasos, apenas algunas golondrinas sueltas: curiosos de paso, fotógrafos de Nat&Geo y un grupo de neonazis ansiosos de aniquilar a aquellos personajes grotescos.
La experiencia fracasó, pero no por falta de visión del intendente que acabó prófugo y exiliado. Sucede que los monstruos atraen mientras están detrás de la pantalla y lejos, por treinta minutos a lo sumo, en tres programas, y ya es un exceso. Cuando están cerca, en las calles, en las plazas y en los bares, la cosa cambia querido: los monstruos cansan, se vuelven familiares o aburridos y asusta pensar que pueden formar parte del paisaje. Los turistas, por otra parte, prefieren una dosis diminuta de cultura y mucha playa; que los monstruos se queden en la tele, en el programa de Analía, en los de chimentos o en la cámara viva.