lunes, 23 de agosto de 2010

Y monedas...


Están los convencidos de que un libro de cuentos debe ser una Unidad. Trascendiendo al autor, la coincidencia en el género o la persistencia en un tono o una recta estética. Bien lo saben los antologistas que, apelando a la argentinidad, a la sangre derramada o a un impreciso concepto de “fantástico” o de “generación”, son capaces de encajar entre las mismas tapas al libertino y al asceta, al demoledor de la gramática y al purista, al gambeteador y al picapiedras. Me abstengo de opinar sobre esas caprichosas combinaciones: sé que hay fluidos que no se mezclan.
Aparte de Luciano Trangoni (1974), y de que sus doce cuentos vistieron las páginas de Rosario/12, encontré en “17 pesos y monedas” esa exigencia que muchos lectores y críticos imponen a una reunión de relatos convertida en un objeto nuevo y singular, diferente. Fatalidad contemporánea, la bautizaría yo sino fuera por los antiguos ecos griegos y las toses del Carver que, para evitar la depresión, me niego a releer. Tragedia y realismo sucio, sintetizarán los nomencladores y es posible: habría que confirmar los ingredientes que conforman la receta de Trangoni y sus 17 pesos…
Lo cierto, para mí, es que los personajes de los cuentos, a veces contornos y otras carnadura, caminan hacia la decepción o la herida nueva (o sobre la otra, anterior, que todavía no cicatriza) con la misma resignación que el agua fluye para hundirse en un resumidero. Todos pierden, irremediablemente, porque no hay otra solución, porque el destino los fue empujando a la derrota desde el comienzo del texto, incluso antes. Y si no, la ganancia es tan exigua que no justifica el esfuerzo, la lucha, la humillación, la bajeza cometida para… Conseguir apenas 17 pesos y monedas. No casi 20 ni por poco 18: una mierda. Contra eso, no brota la protesta rebelde ni el grito airado que desafía a esos dioses burlones que conspiran desgracias. No. La exasperante resignación, tan mediocre como humana y universal, estalla en las frases finales que no resuenan como puños levantados contra el infinito ni como promesas de seguir luchando. Posiblemente no pasen de ser la conclusión que sella lo inevitable, lo que se sabía que iba a pasar –aunque a veces no se explicite y la suposición del lector complete el blanco- y pasó y bue… como en las cartas del suicida al Sr. Juez o en Cortázar, “No se culpe a nadie”.
Otro detalle que no puedo omitir es el juego de contigüidades que tiñe de un esclarecido realismo a varios de los cuentos. El que mejor lo expresa es “Infelices y postergados”. El juego de los márgenes, de eso otro que también sucede en el borde de los relatos propiamente dichos, opera como un cuadro ampliado, como si el narrador no pudiera desentenderse de las historias paralelas, próximas, similares, que funcionan a la par de la que ha decidido contarnos. El vaso de cerveza que se cae y la torta que va siendo cortada en porciones iguales, escuchan el grito despechado de Elena que, en “Para que te voy a mentir”, estuvo dos meses chupándosela a un viejo para quedarse con nada. La decepción, su desengaño, y el público que asiste, de soslayo, a su desgracia, pueden ser la cifra de esa fatalidad de la que hablábamos antes. Se pierde con o sin testigos, en un mundo como el nuestro, rodeado de otros que ven o no lo que sucede pero están, ahí, ajenos e inútiles, esperando también ellos su minúscula derrota, lo que tenga que pasar, aunque nadie los narre.
Rosario corre de fondo, de escenario. No como el milieu de los decimonónicos, porque también podría tratarse de otra ciudad. Y sin embargo, Rosario también es cualquier sitio: Atenas o California u otro lugar donde un hombre o una mujer, que bien podrían no tener un nombre, o llevarlos a todos, recibe un golpe inevitable que no puede ni quiere devolver. Tal vez, por eso reconozco a Rosario. Lo veo, con sus calles, con sus bares, con su fisonomía exacta. Trangoni celebra la Unidad en sus “17 pesos y monedas”. Unidad quizás involuntaria pero innegable, quizás prescindible pero vital, enérgica, hipnotizante. Como una fatalidad.

viernes, 20 de agosto de 2010

Memoria (y olvido)


No se olvidan los vicios ajenos; ni las pajas ni las vigas, mucho menos.
Como, una vez oída en el baño de un bar, la palabra sicomoro persiste en la memoria hasta que su portador, encuentra un contexto para emplearla. Las mucamas del hotel recuerdan los objetos que hallan al limpiar a fondo, la orfandad del cuarto próximo a ser adoptado. No ya los juguetitos eróticos –que cada vez son más los pródigos que los abandonan entre las sábanas-, sino la biblia sin tapas, la piedra con caracoles fosilizados y el as de basto con un beso rojo de labios. La maestra repite: “Caballero, de la 452, promoción 72” cuando una barba y la piel erosionada, le sonríe, detrás del mostrador del ANSES, al recibir los papeles que parten en viaje para volver trayendo una jubilación fantasma. Como el fetichista recuerda la frontera donde se juntan el pantalón y la bota, así, tampoco se olvidan los grandes y pequeños holocaustos, los ojos que mansamente invitan a ahogarse, la casa vacía, antes de llenarse de historias y de polvo y de muebles, el amigo muerto en la cocina con el libro abierto en la dedicatoria. El ruido del freno y de la chapa en el orgasmo metálico del choque. El campo cuando atardece y la ciudad incógnita de noche. Salvo en casos de patológica ingratitud, no se olvidan las líneas de la mano que se estiró para salvarnos del naufragio, la palabra que se hizo carne y las cuerdas de amor que nos sostienen.
Se olvidan los cumpleaños familiares, la hora de la cita y el celular sobre la butaca vacía de la sala de espera. El sabor de los caramelos de la infancia, la fragancia de los parques en primavera y el sonido de la cadena de la hamaca en su oscilación etérea. La fórmula del movimiento rectilíneo uniforme, las caras cambiantes de los compañeros de escuela y el tacto virgen de aquella novia de boliches y zaguanes en la adolescencia. El número de documento del hijo, la clave del cajero, el puchito fumado en la esquina rufiana una madrugada de sombría borrachera. Se olvida Rocinante, la Portinari y la Viterbo, la letra que nos conmovió de Sabina, la imagen retorcida de Vallejo; lo fatal de Darío, a quién amante buscaba Juana y si en Comala estaban todos muertos. Las genealógicas ramas del árbol de Macondo y los Buendía, los casilleros de Rayuela y los cuentos que en su falda, en verano y junto a la vereda, nos contaba con paciencia de Penélope la mujer que fue mi abuela. La rima perfecta engendrada en la frontera exacta entre el sueño y la vigilia cartesiana, los motivos del Eureka, la costura invisible que sostenía el silogismo; la razón, si es que la había, para aceptar la mediocridad renunciando a los anhelos. Se olvida, fundamentalmente y sin trapecio ni red que nos contenga.
Y hasta puede sucedernos que al ensopar la magdalena en el té de la tarde, cuando la masa sale oscurecida e inflada como una esponja que emerge de la bañera, la memoria se niegue a devolvernos, no el tiempo perdido que se busca, ni siquiera un ínfimo segundo de la ausencia.

Pero dicen y aseguran, aunque es una verdad no demostrada, que antes de escupir el alma, todo lo olvidado vuelve junto, como una indemnización, justo cuando ya no sirve para nada.