viernes, 23 de octubre de 2009
Un comentario sobre "Rabia" (de Sergio Bizzio)
A lo mejor, tarde. Pero llegué a la novela de Bizzio por un amigo que, en una de esas charlas barrocas, afirmó que ninguna narración que empieza con un hombre pidiéndole a una mujer hacer uso de “su más profunda piel” (el intertexto es con Cortázar) puede ser mala. No era una declaración de principios y, sin embargo, la hipótesis no me pareció para desestimar. Y conseguí “Rabia”, en la edición Debolsillo, con opiniones más que alentadoras (para el lector, y halagadoras para el autor) en la contratapa. La historia de amor de Rosa y (José) María. La mucama de la mansión de ricos y el obrero de la construcción. Así enunciado, creo, reduciendo la historia a la caracterización de los personajes principales, podríamos temer un relato boedista o un culebrón popular que repite clichés y tipos de camino a un happy end que nos anestesia y redime. Incluso, digamos, la novela incorpora, a su manera (airana, quizás), esos lugares comunes, predecibles y hasta instituidos desde el Naturalismo hasta las telenovelas de las tres de la tarde: la mucama violada por el hijo de los patrones, la relación inconveniente con un menor de edad (nieto de los patrones apellidados Blinder) y hasta el embarazo de la mucamita por parte de un joven “nazi” de nombre Israel.
Pero, para qué negarlo, la clave del encantamiento que produce “Rabia” no radica, en mi opinión, en el tratamiento de las relaciones entre las clases sociales, ni en los crímenes que ejecuta (José) María, ni en la vida sexual (variada) de la mucama, ni tampoco en el anzuelo de si entrega o no, por amor o lo que fuera, lo que el amante pide en las primeras páginas. No. La idea (productiva) del hombre encerrado (voluntariamente) en una mansión ajena y espiando (habitando) la vida de otros (de la mucama, de los patrones y sus parientes) es lo que, celosamente, atrapa, seduce, invita a leer para descubrir si puede (o no) convertirse verdaderamente en un fantasma. Un fantasma: un testigo invisible y limitado (en sus recursos) pero aún así, capaz de conocer todo lo “destacable” de las vidas ajenas, principalmente la de Rosa, que ya no puede esconder ningún secreto. La novela trasmite la inquietante experiencia del espía y su víctima, el que se siente espiado o habitado por otro que vive pendiente de su vida, al acecho, o que la comparte desde una lejanía cercana. (José) María reúne, condensa a la vez, algo de Robinson, de detective justiciero y de pequeño dios que muere, literalmente, de rabia. Es el hombre enfrentando situaciones límites (aunque él sea el artífice, el que se la buscó), transformándose en otra cosa (no sé si inferior o superior, conformémonos con el diferente; más “espiritual” dirá el narrador) mientras opera desde su (auto) reclusión para trasformar o torcer el destino de su amada. Y de pronto, sentí el escalofrío, quizás burgués, de estar simpatizando con un hombre que hace justicia por mano propia, que se carga tres vidas, no rinde cuentas a nadie y ni siquiera es asaltado por un ínfimo remordimiento, por una leve reflexión sobre sus crímenes… Pero sigo pensando que la clave está en el hombre encerrado en la mansión, espiando, viviendo, modificando el destino… claro que, para los que vivimos en monoambientes, el peligro de albergar a un intruso por años es impensable, imposible. Para espiarnos hacen falta otros mecanismos más sutiles.
Tal vez vuelva a leer, desde otra perspectiva, con otra temperatura (la rabia me contagió su fiebre y, de pronto, la voracidad suprimió al placer o se volvió otra forma de placer) y todo cambie o sea capaz de agregar algo o retractarme. Tuve ganas, nada más, de hacer un comentario sobre “Rabia”.
Pero, para qué negarlo, la clave del encantamiento que produce “Rabia” no radica, en mi opinión, en el tratamiento de las relaciones entre las clases sociales, ni en los crímenes que ejecuta (José) María, ni en la vida sexual (variada) de la mucama, ni tampoco en el anzuelo de si entrega o no, por amor o lo que fuera, lo que el amante pide en las primeras páginas. No. La idea (productiva) del hombre encerrado (voluntariamente) en una mansión ajena y espiando (habitando) la vida de otros (de la mucama, de los patrones y sus parientes) es lo que, celosamente, atrapa, seduce, invita a leer para descubrir si puede (o no) convertirse verdaderamente en un fantasma. Un fantasma: un testigo invisible y limitado (en sus recursos) pero aún así, capaz de conocer todo lo “destacable” de las vidas ajenas, principalmente la de Rosa, que ya no puede esconder ningún secreto. La novela trasmite la inquietante experiencia del espía y su víctima, el que se siente espiado o habitado por otro que vive pendiente de su vida, al acecho, o que la comparte desde una lejanía cercana. (José) María reúne, condensa a la vez, algo de Robinson, de detective justiciero y de pequeño dios que muere, literalmente, de rabia. Es el hombre enfrentando situaciones límites (aunque él sea el artífice, el que se la buscó), transformándose en otra cosa (no sé si inferior o superior, conformémonos con el diferente; más “espiritual” dirá el narrador) mientras opera desde su (auto) reclusión para trasformar o torcer el destino de su amada. Y de pronto, sentí el escalofrío, quizás burgués, de estar simpatizando con un hombre que hace justicia por mano propia, que se carga tres vidas, no rinde cuentas a nadie y ni siquiera es asaltado por un ínfimo remordimiento, por una leve reflexión sobre sus crímenes… Pero sigo pensando que la clave está en el hombre encerrado en la mansión, espiando, viviendo, modificando el destino… claro que, para los que vivimos en monoambientes, el peligro de albergar a un intruso por años es impensable, imposible. Para espiarnos hacen falta otros mecanismos más sutiles.
Tal vez vuelva a leer, desde otra perspectiva, con otra temperatura (la rabia me contagió su fiebre y, de pronto, la voracidad suprimió al placer o se volvió otra forma de placer) y todo cambie o sea capaz de agregar algo o retractarme. Tuve ganas, nada más, de hacer un comentario sobre “Rabia”.
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