Como, una vez oída en el baño de un bar, la palabra sicomoro persiste en la memoria hasta que su portador, encuentra un contexto para emplearla. Las mucamas del hotel recuerdan los objetos que hallan al limpiar a fondo, la orfandad del cuarto próximo a ser adoptado. No ya los juguetitos eróticos –que cada vez son más los pródigos que los abandonan entre las sábanas-, sino la biblia sin tapas, la piedra con caracoles fosilizados y el as de basto con un beso rojo de labios. La maestra repite: “Caballero, de la 452, promoción 72” cuando una barba y la piel erosionada, le sonríe, detrás del mostrador del ANSES, al recibir los papeles que parten en viaje para volver trayendo una jubilación fantasma. Como el fetichista recuerda la frontera donde se juntan el pantalón y la bota, así, tampoco se olvidan los grandes y pequeños holocaustos, los ojos que mansamente invitan a ahogarse, la casa vacía, antes de llenarse de historias y de polvo y de muebles, el amigo muerto en la cocina con el libro abierto en la dedicatoria. El ruido del freno y de la chapa en el orgasmo metálico del choque. El campo cuando atardece y la ciudad incógnita de noche. Salvo en casos de patológica ingratitud, no se olvidan las líneas de la mano que se estiró para salvarnos del naufragio, la palabra que se hizo carne y las cuerdas de amor que nos sostienen.
Se olvidan los cumpleaños familiares, la hora de la cita y el celular sobre la butaca vacía de la sala de espera. El sabor de los caramelos de la infancia, la fragancia de los parques en primavera y el sonido de la cadena de la hamaca en su oscilación etérea. La fórmula del movimiento rectilíneo uniforme, las caras cambiantes de los compañeros de escuela y el tacto virgen de aquella novia de boliches y zaguanes en la adolescencia. El número de documento del hijo, la clave del cajero, el puchito fumado en la esquina rufiana una madrugada de sombría borrachera. Se olvida Rocinante, la Portinari y la Viterbo, la letra que nos conmovió de Sabina, la imagen retorcida de Vallejo; lo fatal de Darío, a quién amante buscaba Juana y si en Comala estaban todos muertos. Las genealógicas ramas del árbol de Macondo y los Buendía, los casilleros de Rayuela y los cuentos que en su falda, en verano y junto a la vereda, nos contaba con paciencia de Penélope la mujer que fue mi abuela. La rima perfecta engendrada en la frontera exacta entre el sueño y la vigilia cartesiana, los motivos del Eureka, la costura invisible que sostenía el silogismo; la razón, si es que la había, para aceptar la mediocridad renunciando a los anhelos. Se olvida, fundamentalmente y sin trapecio ni red que nos contenga.
Y hasta puede sucedernos que al ensopar la magdalena en el té de la tarde, cuando la masa sale oscurecida e inflada como una esponja que emerge de la bañera, la memoria se niegue a devolvernos, no el tiempo perdido que se busca, ni siquiera un ínfimo segundo de la ausencia.
Pero dicen y aseguran, aunque es una verdad no demostrada, que antes de escupir el alma, todo lo olvidado vuelve junto, como una indemnización, justo cuando ya no sirve para nada.
1 comentario:
no quisiera hacerme ilusiones.
y con la seguridad de que nos vamos a morir, se me olvida el horario de esa cita con la negra...
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