martes, 23 de marzo de 2010

Derrumbe(s)


Como soy de los que necesitan que se les explique todo, me costaba entender el derrumbe dentro de “Derrumbe”, la novela de Daniel Guebel. La situación que plantea la trama resultaba óptima, digo: para justificar el título. El narrador es abandonado por su mujer, “pierde” a su pequeña hija, reniega de su fracaso como escritor, pero a mí me costaba entrar –y acepto que haya sido un problema mío- en la frecuencia de la desesperación consecuente o previsible. Porque si el derrumbe se asocia con el desasosiego, la angustia, con el ícono pictórico de Munch gritando sordamente mientras se comprime las mejillas, el derrumbe del narrador de “Derrumbe” no parecía una tragedia sino una excusa, un guiño para burlarse ácidamente de otros hombres y sus pobres vidas pretenciosas en la ruina. Derrumbadas. Y, sin embargo, me dejaba llevar. ¡Qué narrador el de “Derrumbe”! ¡Qué trituradora de ironía, humor y desencanto! ¡Qué negatividad cáustica!
Sucede que, a lo mejor, soy lector de derrumbes más clásicos, más convencionales. Me acuerdo, por ejemplo, del Zevi de “El traductor” en su momento de derrumbe –cuando se derrumba el muro de Berlín, cuando se derrumba su relación con la adventista- y, claro, yo me iba a pique con él, con Zevi, pero quizá fuera solamente porque ese narrador (Zevi-Benesdra) era poderosamente arltiano. También el de “Derrumbe”, de a momentos, pero las reflexiones y digresiones filosóficas, musicales o simplemente anecdóticas, acababan por sacarme del plato... Hasta que comprendí que la novela está construida como una colección, un rejunte o un catálogo de derrumbes ajenos que constituyen el marco o la comparsa del derrumbe principal, el del narrador. Y el derrumbe, que es la pérdida, se entrecruza con otro tópico central, clave: la paternidad, el lugar del padre, la relación del padre con su hija, el sentimiento exacerbado que se deposita sobre lo único entonces que hay de verdadero: la hija, “mi nena”. Si hay un derrumbe, el mayor, es la pérdida del hijo(a), aunque sea momentánea, aunque después regrese para comer con el narrador y sus amigos.
Pero había que darle un cierre, había que precipitar el derrumbe interior y volverlo acto, materia, monstruo. Había que derrumbar el verosímil, el continuo de la estructura narrativa, la esperanza en que, después del derrumbe, nada puede ser peor. No, no voy a contar el final. Sólo a agregar que la subsistencia, sobrevivir en la animalidad, se erige en el sacrificio vital del derrumbado que se conserva, fragmentado y monstruoso, con el único afán de ser nombrado, de ser reconocido como el padre de esa hija (ya grande y exitosa) que se perdió. Entonces, morir y resucitar, realmente, simbólicamente, para redimirse en el reconocimiento, en el ser nombrado otra vez por la hija y así, en la enunciación del vínculo, en su pervivencia, salvarse de entre los escombros, suprimir las evidencias del derrumbe. O algo así, al estilo de Daniel Guebel.

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