lunes, 21 de marzo de 2011



Una tragedia cercana

Una novela puede intentar reproducir el mundo y, en esa decisión inicial de quien escribe, doblar la apuesta y aspirar a la creación de un universo nuevo. Siempre, casi necesariamente, aún en los textos que ensamblan las piezas de un cosmos delirante, en el fondo van a surgir, a reconocerse, los fragmentos de la realidad en la que habita, la sumatoria de perspectivas y visiones de esa mujer u hombre que se lanza a la aventura de escribir una novela.

Todo texto literario, en resumen, es una ficción que en mayor o menor medida se arraiga en una parcela de lo real, deformada, descompuesta, tergiversada en la escritura que la reproduce, infinitamente transformada. Entonces, el mérito mayor de Empalme (EMR, 2010), de Marcelo Britos, podría consistir en su realismo, en la inexplicable fidelidad con la que se recuperan los espacios, los personajes y el tiempo que atraviesan. Desde las primeras escenas del río Salado, un río que remite al de Haroldo Conti pero más al de Saer y al de Juanele, pasando por la convalecencia de una mujer, de una amiga de la infancia que la muerte se va llevando, hasta el precario suburbio donde la desesperación profundiza sus estragos, la novela exalta su referencialidad, consigue recrear un mundo familiar y reconocible, amargamente cercano. Y no sólo por el nombre de los lugares, ciudades, calles e instituciones, ni tampoco por la mención directa de ciertos sucesos característicos –pero no exclusivos- de la década del noventa, sino también por la innegable humanidad de los personajes de esta tragedia.
Tragedia de cruces, de encuentros, de relaciones que entretejen los destinos. El Lobo, pescador fugitivo devenido en hombreador de bolsas, después en desocupado, en ladrón por causas nobles y por último, en mercenario de un político, se juega en un instante -otra vez- a cara o cruz, su ser contra Maximiliano, el otro hilo conductor del relato, el hombre que asiste a Alejandra, la amiga enferma, durante el fin de su vida. Este enfrentamiento revelador constituye el clímax de una narración que se compone en dos sentidos: progresivamente para el Lobo y, como un rompecabezas de recuerdos y sensaciones para el personaje de Maximiliano. Es en el fluir de su memoria que, recogiendo las briznas de la juventud perdida, se completan los cuadros del presente del texto con los aromas, las anécdotas, los rencores que confluyen en la historia, que coagulan, irrecuperables, en el pasado.
No es lícito dejar de mencionar el marco histórico, las huellas de la época en que se ambienta Empalme. Como en Benesdra, en Fogwill y en otros, las miserias del menemismo –la desocupación, la explotación laboral, la pobreza- integran el trasfondo y se vuelven explícitas, reveladoras, en dos capítulos tan prescindibles como poderosos, magistrales: la explosión de los arsenales de Río Tercero y el fraude –simbólico, sintomático- en las elecciones de 1995. Sin embargo, a mi entender, es una injusticia reducir a ésta a una -otra- novela del menemismo. En mi lectura, Empalme trasciende lo coyuntural para mostrar a los hombres (y mujeres) luchando por (contra) su propio destino, buscando la esperanza, la salvación, aunque sea en la nieve, enfrentándose al pasado y la muerte y estos son temas humanos, tragedias universales. Porque la crisis, económica y política, con todos los dramas que acarrea, tiene su contraparte en otras formas más íntimas de la crisis; existenciales -diría usando el término en su acepción profana- morales, personales pero siempre imposibles de resolver, de superar y, contagiando en esa imposibilidad, la amargura. Pero una amargura profunda, visceral, que sólo se logra a través de una escritura frontal pero cuidada, exquisita, que sabe a qué lugar del lector dispara cada frase, cada palabra.
Es en esa combinación oficio y humanidad, de una escritura poética exquisita y de la fuerza desgarradora de personajes y temas que Marcelo Britos consigue construir con Empalme una novela perdurable, realista y brutal.

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