domingo, 15 de mayo de 2011

Volver

Volver atrás, como poniendo en hora un reloj que no traiciona y regresar, otra vez, a las calles que fueron nuestras y ya no son: ni calles, ni nuestras, principalmente. Y decir, sin nostalgia, sin naftalina ni coronas de claveles, ahí supo haber un hotel donde una mujer…; en esa esquina me vendieron licor tres plumas y ves, aquella casa en ruinas no tenía rejas en las ventanas: señal de que ahora está habitada por pájaros. Volver, sencillamente y por un rato, porque no se reniega del presente, ni del ingrato ni del afable, presente, sino porque el arcón conserva, el tesoro de lo perdido, del perdido, y el ejercicio de volver no es dar la espalda a este presente, a este vaso con cuatro cepillos y dos dentífricos, a esta tibia resignación que llaman experiencia. Volver, al cabo, por el placer de la anáfora; no para cambiar la métrica o la rima si no para abrirme a los renglones vacíos y sacarme, como si fueran culpas, un par de versos menos. Y en ese choque estéril del pie contra el asfalto, tener la esperanza temblorosa de que se deja una huella.

Volver nomás para saber un poco menos del poco escaso de mi arqueo reciente. Y sentir, virginal e ingenuo, que mi luna no es de Leopardi, que mi río no es de Saer y de Juanele.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Para escuchar...

Están "Peón 4 Rey" de El pintor de delirios y "El intruso" que se la tira de inédito aunque ahora pueda escucharse, que es otra forma de publicar, ¿no?
Gracias Corcho y a la gent de Sonidos:
http://www.sonidosderosario.com.ar/

http://www.sonidosderosario.com.ar/salon-de-lectura-audios.php?audio=19Ferroggiaro,%20Federico

Crítica para Cuentos que soñaron con tapas

Las historias del escribidor
Desde el título, Cuentos que soñaron tapas sugiere relatos de modestas intenciones. Sin embargo, el volumen gestado por Federico Ferroggiaro (Rosario, 1976) y recientemente publicado por la editorial rosarina El Ombú Bonsai, da muestras de una gran madurez literaria que en nada coincide con tal impresión.
Profesor en Letras, periodista, docente y escribidor —tal como él mismo se define— Ferroggiaro cuenta en su haber con la publicación del libro de cuentos El pintor de delirios, obra ganadora del segundo premio en el Concurso Ciudad de Rosario 2008, además de haber colaborado con sus textos en diversas antologías y sitios web literarios. En esta nueva publicación, reúne seis cuentos escritos entre 2004 y 2009, encabezados por una introducción en la que repasa la génesis y los motivos de publicación de sus relatos.
http://www.lacapital.com.ar/ed_senales/2011/5/edicion_132/contenidos/noticia_5030.html

lunes, 21 de marzo de 2011



Una tragedia cercana

Una novela puede intentar reproducir el mundo y, en esa decisión inicial de quien escribe, doblar la apuesta y aspirar a la creación de un universo nuevo. Siempre, casi necesariamente, aún en los textos que ensamblan las piezas de un cosmos delirante, en el fondo van a surgir, a reconocerse, los fragmentos de la realidad en la que habita, la sumatoria de perspectivas y visiones de esa mujer u hombre que se lanza a la aventura de escribir una novela.

Todo texto literario, en resumen, es una ficción que en mayor o menor medida se arraiga en una parcela de lo real, deformada, descompuesta, tergiversada en la escritura que la reproduce, infinitamente transformada. Entonces, el mérito mayor de Empalme (EMR, 2010), de Marcelo Britos, podría consistir en su realismo, en la inexplicable fidelidad con la que se recuperan los espacios, los personajes y el tiempo que atraviesan. Desde las primeras escenas del río Salado, un río que remite al de Haroldo Conti pero más al de Saer y al de Juanele, pasando por la convalecencia de una mujer, de una amiga de la infancia que la muerte se va llevando, hasta el precario suburbio donde la desesperación profundiza sus estragos, la novela exalta su referencialidad, consigue recrear un mundo familiar y reconocible, amargamente cercano. Y no sólo por el nombre de los lugares, ciudades, calles e instituciones, ni tampoco por la mención directa de ciertos sucesos característicos –pero no exclusivos- de la década del noventa, sino también por la innegable humanidad de los personajes de esta tragedia.
Tragedia de cruces, de encuentros, de relaciones que entretejen los destinos. El Lobo, pescador fugitivo devenido en hombreador de bolsas, después en desocupado, en ladrón por causas nobles y por último, en mercenario de un político, se juega en un instante -otra vez- a cara o cruz, su ser contra Maximiliano, el otro hilo conductor del relato, el hombre que asiste a Alejandra, la amiga enferma, durante el fin de su vida. Este enfrentamiento revelador constituye el clímax de una narración que se compone en dos sentidos: progresivamente para el Lobo y, como un rompecabezas de recuerdos y sensaciones para el personaje de Maximiliano. Es en el fluir de su memoria que, recogiendo las briznas de la juventud perdida, se completan los cuadros del presente del texto con los aromas, las anécdotas, los rencores que confluyen en la historia, que coagulan, irrecuperables, en el pasado.
No es lícito dejar de mencionar el marco histórico, las huellas de la época en que se ambienta Empalme. Como en Benesdra, en Fogwill y en otros, las miserias del menemismo –la desocupación, la explotación laboral, la pobreza- integran el trasfondo y se vuelven explícitas, reveladoras, en dos capítulos tan prescindibles como poderosos, magistrales: la explosión de los arsenales de Río Tercero y el fraude –simbólico, sintomático- en las elecciones de 1995. Sin embargo, a mi entender, es una injusticia reducir a ésta a una -otra- novela del menemismo. En mi lectura, Empalme trasciende lo coyuntural para mostrar a los hombres (y mujeres) luchando por (contra) su propio destino, buscando la esperanza, la salvación, aunque sea en la nieve, enfrentándose al pasado y la muerte y estos son temas humanos, tragedias universales. Porque la crisis, económica y política, con todos los dramas que acarrea, tiene su contraparte en otras formas más íntimas de la crisis; existenciales -diría usando el término en su acepción profana- morales, personales pero siempre imposibles de resolver, de superar y, contagiando en esa imposibilidad, la amargura. Pero una amargura profunda, visceral, que sólo se logra a través de una escritura frontal pero cuidada, exquisita, que sabe a qué lugar del lector dispara cada frase, cada palabra.
Es en esa combinación oficio y humanidad, de una escritura poética exquisita y de la fuerza desgarradora de personajes y temas que Marcelo Britos consigue construir con Empalme una novela perdurable, realista y brutal.

viernes, 11 de marzo de 2011

Fotos de manos y cuerpos

Un viejo cuento que sale de las ceniza.
http://www.medicinaycultura.org.ar/49/Articulo_03.htm
Ojalá les guste.

Volar en juego, una lectura de "Avión de sopa"

Afirmar que “Avión de sopa”, de Martín Donatti, es un manifiesto generacional sería exagerar la letra impresa, darle al fragmentario friso de la narración una entidad que no ostenta. Pero también sería erróneo reducir estas páginas a una simple biografía, a la de un grupo de jóvenes que tratan de fundar una experiencia de resistencia original y revolucionaria. En un inexacto medio, en un forzado centro, “Avión de sopa” es otro testimonio de la incapacidad para torcer o hacer estallar desde dentro a un sistema opresor y denigrante, a una sociedad que promueve, desde y con sus instituciones, la disconformidad y la marginación; un orden injusto con víctimas y excluidos. También así podríamos equivocarnos al asumir como única una de las tantas lecturas que el texto habilita y acepta.
Dividido en tres capítulos, el Avión resulta una suerte de tríptico, el recorrido de un personaje colectivo –el grupo De los 7- que pasa del contorno al desafío para acabar en la esperada decepción, en la disolución del conjunto y en la repetición sin fe de un credo que se reduce a ser el santo y seña de los vencidos: “urea y un celular”. Porque el enemigo a derrotar sigue firme, en pie, intacto, sobrevive a los años: el Sr. Inc. y sus pares, y secuaces e instituciones. Los garcas, podría denominarlos haciendo eco al tono de Donatti; los que joden a los demás pero nadie consigue tocarles el culo, aunque a veces se sienta que sí, que se está cerca, que se les gana “uno a cero”. El citado fracaso de la revolución política y simbólica (de) De los 7, falla entonces desde su planteo, desde su absoluta imposibilidad. Y éste, a mi entender, es un problema “nuestro”, de los que nacimos entrados los setenta y después: podemos jugar a cambiar el mundo, a ser rebeldes, sólo sabiendo de antemano que no saldremos de lo lúdico, que no estamos dispuestos a dejarnos matar por utopías. Sin embargo, la muerte -así como el amor a una diosa-mujer, a la idealizada y profana Claudia-, también tiene su pasaje en el Avión. Un muerto (de) por la policía. Un muerto injusto, innecesario. Un muerto que aunque el grupo recuerde y reivindique como propio, como de “nuestras” filas, en la enunciación de la memoria se agota el gesto, la búsqueda de recuperar el equilibrio. “Todos somos Clemente” refuerza la pertenencia del ausente pero la acción no prosigue: ninguno va a inmolarse por una causa perdida, por una justicia que es ajena o no existe.
Y es en ese clima de injusticia –junto a otras formas de la disconformidad social- que puede identificarse el tiempo del relato: el ocaso de los noventa y los comienzos del nuevo siglo. El resto del marco se completa con la geografía venadense que se atraviesa en el nombre de sus calles, bares, edificios y territorios conflictivos y en conflicto. Venado Tuerto, “la ciudad que se hunde”, el “interior” próspero que reproduce todas las miserias urbanas sin ni un verso de bucólica poesía.
Lo que se salva, entonces, son los amigos. Y como todo canto a la amistad, la mezquindad o la cobardía de los “nuestros” está libre de juicio. Los amigos, Jeanfran, el adelantado, Franskafka, son y están y van hasta donde pueden: se embriagan, okupan, hacen música, agitan, y sus defecciones, cuando llegan, no son objeto de condenas. El valor de “ser amigo”, de pertenecer al grupo, trasciende a los actos, los anula porque en el texto de Donatti –como para su “nuestra” generación- la amistad es el principio y la columna, el lei motiv del relato de un narrador que le cuenta a sus amigos, a los suyos, pedazos de la historia compartida, conocida, que los unifica.

La lógica de la reseña es el recorte y, como sucede con los abordajes parciales, es mucho lo que excluyo de estas líneas. La proximidad, el vivenciar como familiar un texto, por otra parte, aumenta las concesiones habituales pero permite, y esto es una ventaja iniciática, decodificar –aunque sea erróneamente- la metáfora del título. El avión de sopa es un juego para niños y sólo vuela para entretenernos o distraernos mientras nos tragamos algo que, aunque pueda nutrirnos, nos desagrada visceralmente. La realidad de los noventa (y después) fue el estigma de “nuestra” adolescencia y primera juventud, el mal al que nos opusimos quizá sin estrategia ni fuerza… fue la sopa que tuvimos que tragarnos, “nuestra” sopa.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Palabras como fieras

Les propongo la lectura de un relato que salió en el segundo hogar de mis cuentos, la revista Medicina y Cultura.
Va el link para los que quieran curiosear:
http://www.medicinaycultura.org.ar/43/Articulo_03.htm

Esta vez nos metemos en el terreno de la violencia doméstica y empezamos así:

"Nos dijimos cosas muy feas, terribles. Nos dijimos cosas que una vez dichas, no se tachan ni borran con otras palabras; con disculpas, con lágrimas. Nos dijimos cosas que no se dicen, de mal gusto, que lastiman. No insultos, -o sí, pero apenas- sino esas frases punzantes, selectas, personalizadas, que solamente hieren al destinatario, al que las recibe porque sabe, a pesar de que nunca se lo digan, de que pocos o casi nadie lo sepa, que el carozo de sentido, lo que las palabras dicen es, dolorosamente, cierto..."

lunes, 23 de agosto de 2010

Y monedas...


Están los convencidos de que un libro de cuentos debe ser una Unidad. Trascendiendo al autor, la coincidencia en el género o la persistencia en un tono o una recta estética. Bien lo saben los antologistas que, apelando a la argentinidad, a la sangre derramada o a un impreciso concepto de “fantástico” o de “generación”, son capaces de encajar entre las mismas tapas al libertino y al asceta, al demoledor de la gramática y al purista, al gambeteador y al picapiedras. Me abstengo de opinar sobre esas caprichosas combinaciones: sé que hay fluidos que no se mezclan.
Aparte de Luciano Trangoni (1974), y de que sus doce cuentos vistieron las páginas de Rosario/12, encontré en “17 pesos y monedas” esa exigencia que muchos lectores y críticos imponen a una reunión de relatos convertida en un objeto nuevo y singular, diferente. Fatalidad contemporánea, la bautizaría yo sino fuera por los antiguos ecos griegos y las toses del Carver que, para evitar la depresión, me niego a releer. Tragedia y realismo sucio, sintetizarán los nomencladores y es posible: habría que confirmar los ingredientes que conforman la receta de Trangoni y sus 17 pesos…
Lo cierto, para mí, es que los personajes de los cuentos, a veces contornos y otras carnadura, caminan hacia la decepción o la herida nueva (o sobre la otra, anterior, que todavía no cicatriza) con la misma resignación que el agua fluye para hundirse en un resumidero. Todos pierden, irremediablemente, porque no hay otra solución, porque el destino los fue empujando a la derrota desde el comienzo del texto, incluso antes. Y si no, la ganancia es tan exigua que no justifica el esfuerzo, la lucha, la humillación, la bajeza cometida para… Conseguir apenas 17 pesos y monedas. No casi 20 ni por poco 18: una mierda. Contra eso, no brota la protesta rebelde ni el grito airado que desafía a esos dioses burlones que conspiran desgracias. No. La exasperante resignación, tan mediocre como humana y universal, estalla en las frases finales que no resuenan como puños levantados contra el infinito ni como promesas de seguir luchando. Posiblemente no pasen de ser la conclusión que sella lo inevitable, lo que se sabía que iba a pasar –aunque a veces no se explicite y la suposición del lector complete el blanco- y pasó y bue… como en las cartas del suicida al Sr. Juez o en Cortázar, “No se culpe a nadie”.
Otro detalle que no puedo omitir es el juego de contigüidades que tiñe de un esclarecido realismo a varios de los cuentos. El que mejor lo expresa es “Infelices y postergados”. El juego de los márgenes, de eso otro que también sucede en el borde de los relatos propiamente dichos, opera como un cuadro ampliado, como si el narrador no pudiera desentenderse de las historias paralelas, próximas, similares, que funcionan a la par de la que ha decidido contarnos. El vaso de cerveza que se cae y la torta que va siendo cortada en porciones iguales, escuchan el grito despechado de Elena que, en “Para que te voy a mentir”, estuvo dos meses chupándosela a un viejo para quedarse con nada. La decepción, su desengaño, y el público que asiste, de soslayo, a su desgracia, pueden ser la cifra de esa fatalidad de la que hablábamos antes. Se pierde con o sin testigos, en un mundo como el nuestro, rodeado de otros que ven o no lo que sucede pero están, ahí, ajenos e inútiles, esperando también ellos su minúscula derrota, lo que tenga que pasar, aunque nadie los narre.
Rosario corre de fondo, de escenario. No como el milieu de los decimonónicos, porque también podría tratarse de otra ciudad. Y sin embargo, Rosario también es cualquier sitio: Atenas o California u otro lugar donde un hombre o una mujer, que bien podrían no tener un nombre, o llevarlos a todos, recibe un golpe inevitable que no puede ni quiere devolver. Tal vez, por eso reconozco a Rosario. Lo veo, con sus calles, con sus bares, con su fisonomía exacta. Trangoni celebra la Unidad en sus “17 pesos y monedas”. Unidad quizás involuntaria pero innegable, quizás prescindible pero vital, enérgica, hipnotizante. Como una fatalidad.

viernes, 20 de agosto de 2010

Memoria (y olvido)


No se olvidan los vicios ajenos; ni las pajas ni las vigas, mucho menos.
Como, una vez oída en el baño de un bar, la palabra sicomoro persiste en la memoria hasta que su portador, encuentra un contexto para emplearla. Las mucamas del hotel recuerdan los objetos que hallan al limpiar a fondo, la orfandad del cuarto próximo a ser adoptado. No ya los juguetitos eróticos –que cada vez son más los pródigos que los abandonan entre las sábanas-, sino la biblia sin tapas, la piedra con caracoles fosilizados y el as de basto con un beso rojo de labios. La maestra repite: “Caballero, de la 452, promoción 72” cuando una barba y la piel erosionada, le sonríe, detrás del mostrador del ANSES, al recibir los papeles que parten en viaje para volver trayendo una jubilación fantasma. Como el fetichista recuerda la frontera donde se juntan el pantalón y la bota, así, tampoco se olvidan los grandes y pequeños holocaustos, los ojos que mansamente invitan a ahogarse, la casa vacía, antes de llenarse de historias y de polvo y de muebles, el amigo muerto en la cocina con el libro abierto en la dedicatoria. El ruido del freno y de la chapa en el orgasmo metálico del choque. El campo cuando atardece y la ciudad incógnita de noche. Salvo en casos de patológica ingratitud, no se olvidan las líneas de la mano que se estiró para salvarnos del naufragio, la palabra que se hizo carne y las cuerdas de amor que nos sostienen.
Se olvidan los cumpleaños familiares, la hora de la cita y el celular sobre la butaca vacía de la sala de espera. El sabor de los caramelos de la infancia, la fragancia de los parques en primavera y el sonido de la cadena de la hamaca en su oscilación etérea. La fórmula del movimiento rectilíneo uniforme, las caras cambiantes de los compañeros de escuela y el tacto virgen de aquella novia de boliches y zaguanes en la adolescencia. El número de documento del hijo, la clave del cajero, el puchito fumado en la esquina rufiana una madrugada de sombría borrachera. Se olvida Rocinante, la Portinari y la Viterbo, la letra que nos conmovió de Sabina, la imagen retorcida de Vallejo; lo fatal de Darío, a quién amante buscaba Juana y si en Comala estaban todos muertos. Las genealógicas ramas del árbol de Macondo y los Buendía, los casilleros de Rayuela y los cuentos que en su falda, en verano y junto a la vereda, nos contaba con paciencia de Penélope la mujer que fue mi abuela. La rima perfecta engendrada en la frontera exacta entre el sueño y la vigilia cartesiana, los motivos del Eureka, la costura invisible que sostenía el silogismo; la razón, si es que la había, para aceptar la mediocridad renunciando a los anhelos. Se olvida, fundamentalmente y sin trapecio ni red que nos contenga.
Y hasta puede sucedernos que al ensopar la magdalena en el té de la tarde, cuando la masa sale oscurecida e inflada como una esponja que emerge de la bañera, la memoria se niegue a devolvernos, no el tiempo perdido que se busca, ni siquiera un ínfimo segundo de la ausencia.

Pero dicen y aseguran, aunque es una verdad no demostrada, que antes de escupir el alma, todo lo olvidado vuelve junto, como una indemnización, justo cuando ya no sirve para nada.